15 de junio de 2017

Anibal Pinto

Aníbal Pinto Garmendia
Retrato de un Presidente de la República
(párrafos tomados del libro Bala en boca de Enrique Bunster)

Comencemos por el instante en que don Aníbal Pinto cogió la pluma para firmar la declaración de guerra a Perú y Bolivia. Los Ministros y consejeros que estaban con él no dejaron testimonio de cómo se condujo, y ahora ignoramos si se mostró nervioso o sereno, si vaciló, si le tembló o no la mano al poner la suerte de la patria en juego. Sólo conocemos la afirmación de un cronista contemporáneo: «Todos querían la guerra, menos el Presidente, que veía sus males y temía a sus horrores». Podemos entonces presumir que al devolver la pluma al tintero ha debido exhalar un suspiro de sometimiento a la Providencia, y lo menos que pudo sentir es que el suelo se movía bajo sus pies; porque es preciso imaginarse la gravedad del paso que acababa de dar. 

Su valor no puede ponerse en duda: lo había demostrado cuando mandó apresar una barca norteamericana que cargaba guano en la costa de la Patagonia, y ante la movilización de la escuadra argentina puso la suya en pie de guerra obligando a aquélla a alejarse del lugar del incidente. Volvió a probar que no tenía miedo cuando paró de un solo empellón el intento boliviano de desconocer el convenio salitrero gravando a las empresas chilenas y decretando después su expropiación. Nunca un gobernante procedió con igual resolución y rapidez: le bastaron cuarenta y ocho horas a partir del momento en que declaró cortadas las relaciones; lo necesario para embarcar un batallón y hacerlo llegar a Antofagasta justo a tiempo para impedir el atropello. En uno de los gestos más viriles de su historia, Chile desbordaba de sus fronteras en defensa de miles de connacionales amenazados o perseguidos, que constituían el grueso de la población de la provincia, y en resguardo de los capitales invertidos en salitreras y minerales, equivalentes a tres millones de libras esterlinas. Cierto que el Presidente ignoraba entonces que Bolivia tuviese tras de sí a un aliado poderoso, pero en Lima calcularon mal al dar por seguro que el descubrimiento del Tratado secreto le haría echar pie atrás. Nadie se mostró más decidido a afrontar el conflicto cuando lo juzgó inevitable.

Pocos hombres expresan menos carácter que éste en sus retratos. Ojos claros y cristalinos, de mirada soñadora; nariz corta y fina, como inofensiva; pelo dorado, de querubín, con la barbita recortada y el bigote prudente enmarcando la boca propensa a la sonrisa. Engañados por esta fisonomía, y por su fama de caballero retraído y de pocas palabras, muchos le tenían y le tienen por un ser anodino. Pero, ¿no les dice nada su frente de pensador, esa ancha cúpula que ha debido deformarle los sombreros? Y basta hojear su biografía para informarse de su altísimo nivel intelectual, de su cultura fuera de lo común, su ímpetu ejecutivo, capacidad de trabajo casi sobrehumana y entereza a prueba de contrastes y desengaños. Su adversario político Ramón Subercaseaux le atribuye todas las virtudes, con la salvedad de que «su espíritu era lento y opaco». Don José Francisco Vergara le llamó «crisol de la honradez» y «dechado de gobernante constitucional», agregando que con su ejemplo levantó el nivel moral del país. Encina escribió que no concebía otra vida digna que la encuadrada dentro del respeto inflexible a las leyes, pero su prurito negativo lo indujo a añadir que «carecía de imaginación política y de don de mando».

Hijo del general y presidente Francisco Antonio Pinto, heredó el amor a la filosofía del hombre más culto de su tiempo. Al cursar estudios superiores fue discípulo de Andrés Bello en Derecho Romano. Comenzó a escribir en la primera juventud, entregando a la prensa sus artículos en defensa de las doctrinas de Bello. Para alejarle del círculo de amigos de Bilbao, su tío el Presidente Bulnes lo nombró oficial de la Legación en Roma. Se dedicó en Europa al estudio de sus instituciones sociales y políticas. De regreso, a los veintisiete años, se incorporó a la Facultad de Filosofía y Humanidades leyendo su ensayo sobre Descartes: El método en Filosofía. Otro de sus estudios se titula La obra del barón de Gallupi, y como el anterior, fue publicado a instancias de Barros Arana en los Anales de la Universidad de Chile. Bruscamente el filósofo cede el campo al estadista cuando el presidente Pérez lo nombra Intendente de Concepción. En diez años no dejó cosa por hacer, desde plazas y jardines públicos hasta hospitales y telégrafos, desde correos y mataderos hasta cárceles, liceos y caminos. Volvió a Santiago del brazo de Delfina de la Cruz, hija del General derrotado en Loncomilla; y de ahí en adelante marchó hacia el Poder por calle rectilínea. Diputado y senador liberal elegido una y otra vez, impuso su oratoria de gran señor, dejando a otros la función de gritar y alborotar. Rechazó el Ministerio de Hacienda por no considerarse idóneo para el cargo; en cambio aceptó organizar el Gabinete de Errázuriz; pero sin tomar para sí la Cartera del Interior, que por este hecho le correspondía, sino la de Guerra y Marina, de escaso lucimiento político. Como adivinando el cercano porvenir, se empeñó en perfeccionar la disciplina de los cuerpos militares, en modernizar su armamento y en activar la construcción de los blindados que un día iban a barrer el Pacífico. Cuando Errázuriz decidió que fuese su sucesor, el escritor Aníbal Pinto encontró a los historiadores Miguel Luis Amunátegui y Benjamín Vicuña Mackenna disputándole el paso a la Presidencia. Nunca estuvo tan cotizada la literatura nacional. Vicuña, inmensamente popular, anunció que el hijo que esperaba su esposa nacería en el palacio de gobierno. Pero en esos tiempos no era el electorado el que elegía, sino Su Excelencia, y fueron los numerosos niños Pinto de la Cruz, todos iguales y de pelito dorado, como querubines, los que llegaron a corretear por los pasillos de La Moneda.

El nuevo Presidente contaba cincuenta años y, según el decir, vendía salud. El mando y la guerra iban a acortarle la vida con sus sutiles arsénicos. No vamos a decir que no cometió errores, pero conviene saber que fueron fruto de su candorosa buena fe. Mal estuvo en confiar el Ministerio del Interior al literato Lastarria, que decía que tenía talento y lo lucía; literato que ya una vez fracasó con estruendo en Hacienda y ahora reincidió para luego disculparse con el terremoto, las inundaciones, y las malas cosechas y la colosal estafa de Paraff, el fabricante de oro que embaucó a medio Santiago y en cuyos prodigios creyó también el bondadoso presidente Pinto.

¿Pero qué son esas fallas, y todas las que quieran agregarse, si las agrupamos en un platillo de la balanza y en el otro ponemos el resultado de la contienda del Pacífico?

Dicen sus críticos que también en la suprema dirección de la campaña incurrió en errores graves. Pero, ¿no los cometía Napoleón? Y los suyos fueron los típicos y propios del gobernante a quien la guerra se le produce de repente y que debe improvisarlo todo. Al firmar la declaración de beligerancia estaban con él los ministros Fierro, Zegers, Prats y Blest Gana, los seis consejeros de Estado y el general Godoy. Aunque conocía la falta de discreción de este último, no le recomendó bastante que guardara el secreto, y al salir del Consejo lo primero que hizo el militar fue decirle a un corresponsal colombiano en el patio de palacio: «¡Albricias! ¡Acabamos de declarar la guerra!». Y en veinticuatro horas el cable dio la vuelta al globo. Jamás impuso el Gobierno la censura de prensa: todo salía publicado en los diarios, y para informarse de los movimientos de nuestros buques y tropas los agentes peruanos no tenían más que leer El Mercurio. Peores fallas todavía se dejaron ver en la organización de las operaciones iniciales: los primeros regimientos acantonados en Antofagasta no llevaban pipas para la provisión de agua, y los cañones de costa no pudieron emplazarse por haber quedado sus cureñas olvidadas en Valparaíso. En esos días angustiosos el Presidente tenía que entenderse con un general de setenta y cuatro años, temperamental, desmemoriado y susceptible, y con un almirante enfermo, ególatra y casi inmanejable. Estos desajustes en los mandos fueron los escollos que Su Excelencia logró salvar cuando nombró a don Rafael Sotomayor, con poderes omnímodos, Ministro de Guerra en campaña; y su segunda movida maestra sería la entrega de la jefatura del Ejército a Baquedano, contrariando la opinión de quien dijo que sólo iba «a cuidar caballos». Su tercer acierto decisivo: la designación de don Augusto Matte como Ministro de Hacienda.

Don Aníbal tenía en las filas a su hijo mayor y a su sobrino Ignacio Carrera Pinto. ¿Podría alguien con más razones para desear una rápida y concluyente victoria? Sin embargo, menudeaban sobre él las críticas por la supuesta lentitud de la estrategia. Al decir de Vicuña Mackenna, debía haberse llegado a Lima en tres meses. Pinto replicaba: ¿Con qué armamento, con qué proyectiles, uniformes, capotes, zapatos, frazadas, morrales y caramayolas? ¿Con qué organización de intendencia, con qué hospitales, tiendas, ambulancias, cocinas y vehículos para el transporte de agua, víveres y forrajes? ¿Con qué tropas entrenadas en el desierto y qué fuerzas de reserva?... En sólo sesenta días se había aumentado el Ejército desde dos mil a ocho mil hombres; pero atacar presuponía una etapa de preparación de cinco a seis meses, y siempre que para entonces se hubiese obtenido el dominio del mar... Por eso el combate naval de Angamos, justo al sexto mes, señaló el desencadenamiento de la agresión terrestre, iniciada con el desembarco en Pisagua. Recién entonces comenzó la guerra que pedían los impacientes: la épica embestida en que el futre y el roto, aún no distanciados por el insensato antagonismo de clases, se lanzaron revueltos en masa solidaria, como en las refriegas de California y Australia, a dar una lucha que no pararía hasta apearse Baquedano del caballo a la puerta del palacio de los Virreyes.

La repechada contra Bolivia, contra el Perú y contra el Desierto había durado un año y nueve meses; el suelo patrio no había sido tocado, y en medio del esfuerzo bélico tuvieron lugar unas tranquilas elecciones parlamentarias. Un diario francés llamó a Chile: «la petite Allemagne de l'Amerique du Sud».

«La noche entera fue de fiesta», escribió el Presidente a raíz de la apoteosis de la victoria. Cronistas contemporáneos refieren que la gente corría por las calles gritando y cambiando abrazos, mientras las campanas de los templos eran echadas a vuelo y tronaba el cañón del Santa Lucía. En los teatros y en la Plaza de Armas la multitud coreaba la Canción Nacional y en las tabernas y chinganas hubo brindis, griterío y cueca zapateada hasta la salida del sol.

El territorio de la República amaneció agrandado en ciento ochenta mil kilómetros cuadrados y con su población aumentada en cien mil habitantes. Todo parecía un sueño. La guerra se había hecho sin contraer deudas en el exterior, utilizándose únicamente los recursos del Estado y los particulares, más una moderada emisión de billetes que no alcanzó a depreciar la moneda ni a producir carestía. Y aunque hoy parezca increíble: los ejercicios financieros de los años 79, 80 y 81 arrojaron un saldo a favor de dieciocho millones de pesos. Era la obra de una Administración eficiente y de un hacendista genial: Augusto Matte.

Contra todas las previsiones, había crecido el comercio interno y externo, y la adquisición de los derechos de exportación del salitre preludiaba una era de bonanza y riqueza sin precedentes.

El súbito prestigio del vencedor hizo acudir a Tarapacá a los empresarios ingleses, cuyas inmensas inversiones transformarían la tecnología de las salitreras para multiplicar su productividad.

Al dejar el mando, don Aníbal Pinto entregó un país no imaginado cinco años antes, un país convertido por añadidura en la primera potencia militar y naval de América latina.

Cumplida su tarea, el ciudadano fatigado y envejecido volvió a la vida privada, ocupando la modesta casa del barrio Yungay que don Eusebio Lillo accedió a arrendarle. Rehusó los honores y recompensas, tales como la Legación en Europa y la candidatura senatorial que le fueron ofrecidas. Y no es que estuviera precisamente rico. Había salido de La Moneda debiendo ciento ocho mil pesos. Para pagar a los acreedores tuvo que vender una parte de sus acciones de las minas de Puchoco, y para subsistir con sus siete hijos aceptó el puesto de redactor y traductor de folletines de El Ferrocarril.

A raíz de su muerte, una pensión de cinco mil pesos alivió la pobreza de la viuda.


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Bunster, Enrique. "Bala en boca" Santiago, 1973.

Saludos
Joatan Saona

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